Y de repente, vuelvo a tener la terrible sensación. La única que me hace llorar. Ese grito que me advierte, inútil advertencia, de que se me escapa de las manos el futuro. Que me obligan a decidir cuando yo no quiero decidir, quiero dejar que fluya… y acaban decidiendo por mí.
Y yo, tonta de mí, aceptándolo como un mal menor.
¿Pero por qué la felicidad de una persona tiene que depender de mis decisiones? Quiero que sean mías y sólo mías. ¿Cuándo dejaron de serlo? ¿Lo han sido alguna vez?
No quiero siquiera asumir la responsabilidad de dar de comer a otro ser vivo, como para ser responsable de la felicidad de alguien. ¡Que no! ¡Que no quiero! Pero agacho la cabeza y trago… Me pregunto cuándo se hará el nudo lo suficientemente grande cómo para no poder tragarlo. Y escupirlo. Y entonces es cuando quedará todo lleno de la más amarga de las mierdas.
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. . . (aprendiendo a escupir, poco a poco, a ver que tal sale.)
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Exámenes de final rápido corriendo y apretujados, tratar de ser algo que no soy para hacer feliz a otra persona... y yo sólo quiero huir, piernas para qué os quiero, evadirme, irme a Ortigueira y vivir a la deriva. Aún sabiendo que los problemas no se van a mover del sitio y tienen toda la paciencia del mundo para esperarme hasta que vuelva.
Y encima, sigo echándole de menos.
¿Dónde estás?
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